La celebración de contratos es hoy en día tan usual y cotidiana, que en algunas ocasiones se puede llegar a caer en la tentación de querer banalizar sus reales objetivos y efectos. Los afanes propios del día a día y la ansiedad por realizar negocios que se consideran adecuados si se efectúan de manera rápida, tienen la potencial capacidad de desdibujar la correcta estructuración jurídica de una relación negocial, haciéndonos perder de vista la verdadera razón por la cual decidimos celebrar un contrato.
Es claro que desde la perspectiva obligacional el contrato es un instrumento de exigibilidad jurídica que tiene la fuerza suficiente para conducir la voluntad personal al campo jurídico–económico, a través de un proceso al que bien se le puede dar el rótulo de evolutivo, y es justamente en este punto que podemos ver con total claridad la dimensión clásica en la que suele enmarcase al contrato como fuente generadora de obligaciones, llamada a producir efectos patrimoniales. En otras palabras, se celebran contratos para que las obligaciones propias del negocio que se realiza se validen y “oficialicen”.
Si bien la anterior interpretación explica en buena parte la concepción tradicional de la institución, no la agota en su totalidad. Hoy en día es posible entender que el fin objetivo de contratar no es otro que el de disminuir o regular el riesgo como un factor ineludible en la actividad negocial, por cuanto en la práctica toda actividad, y sobre todo aquella referida a las transacciones económicas, implican un riesgo que puede ser mitigado o disminuido, aunque nunca extinguido. Desde esta óptica, que claramente no es la única bajo la cual nos enmarcamos, podría entenderse que el riesgo que se pretende racionalizar es el de la parte contractual y no el del negocio, el cual se mantiene con pocas variaciones. Visto como un ejercicio práctico, se trata entonces de distribuir las obligaciones derivadas de la actividad negocial entre los diferentes partícipes de la misma, de manera equitativa y consecuente a través de factores básicos como el tipo contractual elegido, la calidad de parte de quien ejerce y el respeto por el orden público.
Así las cosas, no sería necio pensar que el riesgo de las partes del contrato, tomadas individualmente, se ha atomizado entre ellas mismas y ha, congruentemente, ordenado e instituido el riesgo general de la operación económica. Otra forma de entenderlo sería concluir que mientras mejor distribuido esté el riesgo entre las partes, menor serán las posibilidades de que el negocio salga mal; no porque el riesgo general se haya menguado, sino porque las posibilidades de incumplimiento individual se han racionalizado acorde a las competencias y disposición reales de cada parte.
A partir de estas sencillas ideas se podrían extraer un par de conclusiones, al menos de manera preliminar: a) La atomización del riesgo, como suele llamarse a la operación contractual de distribución del mismo, termina siendo un ejercicio obligacional y la manera más eficiente de asignar y racionalizar los riesgos de un negocio se presenta a través de la imposición de las obligaciones respectivas a cada parte con sus consecuentes condiciones de exigibilidad, de manera tal que el contrato mismo pueda administrar el riesgo, en la medida en que de él se generan obligaciones ; b) La figura de la “parte aventajada”, aquella que desea sacar provecho indiscriminado de su posición en el negocio se convierte en una elemento disonante en la operación. El rompecabezas cuadra y tiene sentido en la medida en que cada quien asume las obligaciones y responsabilidades que le son propias. Como podremos apreciar en próximas oportunidades, una parte excesivamente blindada no necesariamente aporta a una relación contractual exitosa.