Hoy en día es posible entender como el concepto jurídico de contrato evoluciona a tal punto, que se deja de percibir exclusivamente como generador de vínculos obligacionales, para convertirse en un instrumento que, utilizado correctamente, está en capacidad de prevenir un alto porcentaje de los riesgos propios de un determinado negocio.
En este sentido, adquiere relevancia el concepto de contrato racional de Jules L. Coleman, que caracteriza a la contratación como una serie de términos bajo los cuales las partes cooperan para su propio beneficio. Sin embargo y no obstante las buenas intenciones de las partes, es posible que, de no manejarse de manera adecuada, el contrato mismo se convierta en un potencial generador de daños para la relación patrimonial que paradójicamente se pretende proteger.
Ahora bien, realizando un análisis a partir de las etapas cronológicas del contrato, es dado identificar tanto elementos generadores de riesgo, como de eventuales daños. Por ejemplo, durante la etapa de formación es determinante verificar una ilación coherente entre el objeto y la causa del contrato con su propia naturaleza, por cuanto la elección del tipo contractual que regulará la relación patrimonial, así como su consecuente objeto, tendrá que circunscribirse a la naturaleza de aquel. Igual sucede con las cláusulas que se plasman en el documento, comenzando por el objeto mismo, las cuales dependerán y deberán ser coherentes con el tipo elegido.
Así las cosas, la concepción y consecuente estructuración del contrato están llamadas a encontrar su fuente en la sana y directa relación que se crea entre los intereses y fines económicos de las partes, la elección del tipo conforme a su naturaleza y sus cláusulas, encabezadas por el objeto mismo del contrato. Esta operación, a pesar de ser aparentemente obvia, genera cada vez más inconvenientes como consecuencia del uso indiscriminado de una mal entendida voluntad de los contratantes, quienes terminan suscribiendo un documento que contiene una figura jurídica que a la fuerza se adapta a sus deseos y no, como debería ser, a la esencia misma.
Continuando con la etapa de ejecución, entendiéndose esta como aquella que transcurre a partir del momento en que se perfecciona el contrato hasta su liquidación; en donde florecen, maduran y se extinguen los vínculos prestacionales que crean el tejido obligacional de la relación jurídico–económica, aparecen riesgos para las partes, con la potencialidad de causar daño a las mismas e incluso a terceros con fundamento en el incumplimiento de las obligaciones contractuales. El fenómeno en cuestión va ligado en buena medida a la clasificación de los contratos de ejecución instantánea y los de tracto sucesivo, por cuanto de ello dependerá el nivel de los riesgos para los contratantes, que generalmente se entienden más altos respecto de los segundos.
Más allá del momento en que se pueda generar, lo cierto es que el riesgo probablemente más notorio es aquel en el que el incumplimiento se produce sin que se haya especificado dentro del cuerpo contractual alguna forma de satisfacer el derecho a través de algún resarcimiento a cargo del deudor, o que existiendo la manera de hacer valer los derechos correlativos a ese incumplimiento, aquella sea muy costosa o tardía.
En suma, regular una relación negocial con un tipo contractual que en realidad no le es propio, generar obligaciones que le son contrarias a su naturaleza y limitar efectos que le son propios, resulta tan peligroso como no contar con un contrato. En estos casos el instrumento no sería un administrador del riesgo, sino un potenciador del mismo, situación a la cual ningún contratante es sus sanos cabales quisiera estar.